Área personal

Roma

Julio López 2 Nov 2016

La semana pasada tuve mi periódica cura de desintoxicación viajando a Roma. Cuando todo el mundo acude a Silicon Valley para pergeñar el futuro, yo hago el viaje contrario y siempre vuelvo a la Antigüedad. Al fin y al cabo, la tecnología avanza, pero el alma de la humanidad sigue siendo la misma. Lo bueno que tiene Roma es que no necesitas ningún mapa, puedes vagar sin rumbo fijo por sus calles y no dejar de sorprenderte con nuevos descubrimientos. Huyo de los sitios que se encuentran en el Top List de Trip Advisor, e intento acertar entre los rostros que me cruzo por la calle el de aquél que guarda las llaves de los palacios en La Gran Belleza de Sorrentino, pero nunca lo logro. El único lugar que repito es el Panteón de Agripa, reconstruido por Adriano. Un edificio construido para acoger a todas las deidades conocidas. Los romanos, lejos de imponer su religión única, acogían las de los territorios conquistados (por si acaso, supongo) y concedían la libertad de culto a todos los pueblos conquistados, siempre que no se entremezclaran con temas políticos y practicaran el culto al emperador. Cualquier viajero podía acudir a Roma desde cualquier lugar del Imperio y tenía la posibilidad de orar a sus dioses como hacía en su hogar. Y allí de pie, contemplando una vez más su impresionante cúpula, intentaba imaginar a qué dioses imploraban las marabuntas de gentes de todas las razas y banderas que estaban en ese momento ejercitando las cervicales como yo. Poco a poco empiezo a desbarrar y veo cómo la imagen de un dios empieza a crecer y hacerse grande por encima de los demás. Ya no es alguien, como en el Antiguo Testamento, al que no se le pueda nombrar. Se llama Estado. Ha vencido al resto de los Titanes y ha conseguido que todas nuestras plegarias se concentren sólo en él. Es un dios omnipotente que hace frente a todas nuestras necesidades y concede dadivosamente todo lo que se le pide. Ya no tiene las limitaciones de los dioses antiguos, que tenían que dirimir si daban la victoria a Cartago o a Roma. Tiene para todos, que para eso están sus coperos, los Bancos Centrales. Otra diferencia importante es que le hemos perdido todo respeto y temor. No necesitamos sentirnos pecadores, ni cumplir penitencia. Es su obligación.

Si examinamos los sucesos de los últimos días no vemos nada nuevo. Si leemos cualquier libro de historia de Roma del primer siglo antes de Cristo parece que estuviéramos leyendo El País o El Mundo. Aquellos tiempos eran los de la República, por cierto. Eran los tiempos en los que se fijó el concepto de demagogo, para definir a los líderes de las facciones populares como Salustiano. Era un concepto que ya había articulado Aristóteles como una perversión de la Democracia. Aristóteles sostenía que “cuando en los gobiernos populares la ley es subordinada al capricho de los muchos, surgen los demagogos que halagan a los ciudadanos, dan máxima importancia a sus sentimientos y orientan la acción política en función de los mismos”. Aristóteles define, por lo tanto, al demagogo como “adulador del pueblo”. Los demagogos empiezan interpretando el interés de las masas como pensamiento de toda la nación, confiscan todo el poder y la representación del pueblo e instauran una tiranía o dictadura personal. La historia nos demuestra que su permanencia en el poder es efímera, pero sumamente destructiva y terminan provocando el movimiento contrario, y la llegada de un dictador fuerte de la corriente opuesta. En el caso de Roma, para acabar con los disturbios que desembocaron en guerra civil se instauró la Dictadura de Sila, y posteriormente la de César, y de la República se pasó al Imperio. En muchos países sacaron del poder a la Casta y fueron sustituidos por políticos no profesionales como Chávez, Berlusconi o Putin con un resultado por todos conocido. Nunca ha sido más fácil alcanzar el poder y luego perderlo que ahora. Se desprecia el pasado como si todo lo conseguido careciera de mérito o valor. Nos quejamos de la vida de insatisfacción que llevamos, cuando sólo tenemos que oír a personas de una generación anterior para ver los logros de los últimos cincuenta años. Todas las frustraciones vienen dadas por pensar que el Estado es una fuente inagotable de recursos, y que puede dar todo lo que se promete en las campañas electorales. Entramos en un eterno reemplazo del gobernante que no ha cumplido con las expectativas. Estas expectativas son siempre tan grandes que, a pesar de las mejoras, nunca logran satisfacer los deseos de la gente. A lo mejor tendríamos que llevar a la política la táctica Tom Sawyer de las empresas, cuando publican un resultado ligeramente mejor al esperado y lo presentan como un triunfo, y  hace que nadie se fije en que los resultados son un 30% por debajo de los del año pasado. Curiosamente, ni el tradicional ejemplo a imitar de la socialdemocracia escandinava gobierna actualmente. En los cinco países nórdicos, es oposición.

El Estado cumple una magnífica labor dotando de recursos a la Sanidad, la Educación y cumpliendo como intermediario de la distribución de recursos de los que más tienen a los más desfavorecidos. Nadie duda de ello. Pero si estiramos demasiado el chicle, si queremos que se comporte como abuelo y no como padre en la educación de los ciudadanos, corremos el peligro de tirar por la borda todo lo conseguido. Si los gobernantes sólo piensan en ser reelegidos en las próximas elecciones y no tienen una visión a largo plazo en la gestión de los recursos, tarde o temprano estallará el globo. No podemos actuar como si no tuviéramos una responsabilidad individual y toda la responsabilidad fuera gubernamental. Nos quejamos de la limpieza de las ciudades, pero no es el Estado el que saca los perros a pasear o tira los papeles al suelo.

El bienestar, en sus múltiples formas, es el gran logro de Europa Occidental. Es lo que distingue a la región, no sólo de USA, donde prácticamente no existe ninguna provisión comunitaria para la salud y la protección de todos sus miembros, sino también de Europa del Este, donde estas provisiones no iban más allá de lo formal. Además de sus incuestionables prestaciones sociales, el Estado del Bienestar demostró ser particularmente eficaz como válvula de seguridad política.

Los servicios públicos parten de una premisa. Todo el mundo empleado y gracias al baby boom de la posguerra, una mayoría de la población cada vez más joven y sana. Los Estados del Bienestar parecían estar actuarialmente bien asentados. Pero dependían de una economía en crecimiento para sostener el empleo que los costeaba. Una vez el desempleo se hizo endémico, el coste de cuidar a los que no tenían trabajo proporcionalmente recayó más aún en los que seguían empleados, reduciendo de inmediato los recursos disponibles y creando tensiones en la solidaridad colectiva de una comunidad en ese momento más claramente dividida entre los que daban y los que recibían. Los europeos deben mantener a una numerosa y creciente población de personas mayores sobre las espaldas de un número cada vez menor de gente joven, gran parte de la cual no tiene trabajo. El sistema, diseñado para unas economías florecientes, cuando un gran número de jóvenes con empleo cubría las necesidades sociales de una población de ancianos y enfermos relativamente reducida, se encuentra ahora en graves problemas.

Para la mayoría de los políticos europeos está claro que los costes de mantener el Estado del Bienestar en su plenitud no pueden soportarse indefinidamente. La dificultad radica en saber a quiénes contrariar antes: al cada vez más reducido número de contribuyentes o al creciente contingente de involuntarios beneficiarios. Ambos sectores votan en las urnas. Los números dicen que hay más desigualdad en el mundo. La semana pasada leí que las 62 personas más ricas del mundo tienen la misma riqueza que la mitad más pobre del planeta. En discusiones de café mucha gente alucina cuando, ante sus quejas, les comento que ellos están en el famoso 1% más rico del planeta.

Como decía un eminente estadista, “la política es el arte de obtener el dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de proteger a unos de los otros”.


Julio López Díaz, 02 de noviembre de 2016

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